14 de Julio

CUENTOS

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Estaba acostumbrado a vivir en el caos de la ciudad, a sus olores, a sus ruidos particulares y gritos. Le eran tan familiares que podía desoírlos como quien pone la radio bajita en el patio para trabajar tranquilo en el galpón con un murmullo de compañía. Y eso hizo con el clima del tren en el que viajaba, el que solía tomar cada tanto, en ocasiones especiales, y, al parecer, esa era una.

En el vagón sobraban los asientos libres, pero él iba de pie frente a la puerta corrediza para mirar por la ventanilla rectangular. El traqueteo constante lo reconfortaba y escogía el dolor de talón para dejarse ir en los paisajes que pasaban rápidos frente a sus ojos mientras imaginaba ser un lince que corría libre por el campo.

El tren aminoró la marcha al pasar por ese lugar tan peculiar, con el entrecruces de vías que se asemejaban a una maraña inentendible de la que seguro ni el creador sabría hacia dónde se dirigía cada una. Las puertas se abrieron y él bajó apresurado. La estación se encontraba en medio de lo que era y no era descampado porque a no mucha distancia se veían las espaldas de algunos edificios de cemento frio y sin ventanas.

Debía recoger a su hija más temprano de la escuela, lo habían llamado aunque no le adelantaron el porqué. El andén no se encontraba vació, pero a diferencia de otros días, la gente pasaba en un estado de completa ausencia, como si en realidad no estuviera a su lado. Dudó de que fueran extras que no les pagaban las interacciones siquiera el mirarle.

Observó el panorama, el puente sobre las vías del que lograba descubrir por donde ascender, el pasto escarchado entre los rieles, y sin lugar aparente por donde cruzar a salvo. Ya había estado allí, pero no recordaba como lo había resulto, como tantas veces en su automatismo diario.

Su intuición fue la guía que marcó donde se encontraba el bajo nivel y ya cogía la mano de su hija luego de rescatarla de la dirección. Sentía orgullo de ella, le había enseñado a la maestra las verdades de una guerra y del cuento inventado de los bandos ganadores que pintan de héroes a los asesinos.

Esperaron en la esquina el autobús. No le apetecía volverse a parar en ese enrevesado lugar para adivinar donde se detendría el tren que los llevara de regreso.

Lograron subirse. En el fondo encontraron un rinconcito donde pararse y lo más importante, de dónde aferrarse entre frenadas y aceleradas repentinas ante un tráfico descomunal. Mientras su hija le detallaba las minucias de la batalla librada por su libre pensar, notó que se desviaban a causa de una manifestación, pancartas y mascarillas incluidas, que les bloqueaba el paso.

Fue cuando notó que doblaban en la esquina de la Bastilla que se miró la ropa y agradeció que al menos vestir para la ocasión. Se encontraron con un solo carril habilitado para el tránsito por el festival del 14 de Julio. Mientras mostraba su rango, se abrió paso entre la gente y se acercó al conductor para pedirle que se detuviera y esperará.

Entre tanto jolgorio, se dirigió rumbo a la taberna donde se tomaría una caña o dos y podría obtener la información que necesitaba, pero unas bailarinas de flamenco lo interceptaron y se negaron a aceptar un no como respuesta a la invitación de bailar una pieza.

Entre zapateos, giros y palmadas, vio que el criminal más buscado de la zona entraba en la taberna. Apuró el paso, el ritmo y la música. Esta vez no se le escaparía, y menos en el estado en el barbudo malhechor se encontraba: desarreglado, borracho y oliendo a orines.

De una patada las dos puertas vaivén rebotaron ante su presencia como en reverencia mientras ajustaba su sombrero. Desenfundó su pistola y sin siquiera pestañar, ni dar el alto en la marcha, le disparó. Con la sangre y los sesos que bañaban la barra, el condado al fin encontraba la paz.

El tabernero le sirvió un aguardiente mientras dos doncellas le regalaron una flor en agradecimiento que podría intercambiar por sus servicios cuando quisiera. Las guardó en su chaleco de cowboy, acomodó su placa de Sheriff y salió haciendo repiquetear las espuelas.

Antes de subirse de nuevo al tractor donde el conductor con el resto de pasajeros esperaban, se quitó el barro y estierco de la suela de sus botas. Junto a su hija, ahora podrían ir a casa, otro día normal en su vida aburrida y monótona había finalizado.