Delator

CUENTOS

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 Con el hombro y de un empujón con el peso de su cuerpo logró abrir la puerta. Estaba trabada, la madera hinchada por la humedad se había sellado en el marco y anclado al suelo. El aire denso y el aroma fétido del olvido lo envolvieron al instante.

 Deprisa. Debía esconderse, ponerse a salvo. Sobre la mesa a su derecha dejó el despertador que en la premura por escapar había cargado consigo y usó ambas manos para arrastrar la puerta en su intento de cerrarla. Estuvo a punto de caer cuando su pie se trabó con uno de los maderos que sobresalía del suelo y astillados amenazaban con lastimarle. La cerró.

 Miró su cuerpo, el pijama y bata estaban cubiertos de polvo y se quitó unas ramas que se le habían clavado. Desde las rodillas hasta los tobillos estaba cubierto de lodo que comenzaba a resecarse y sus pantuflas, esas que le habían incomodado tanto al correr, rotas. Pensó en quitárselas, caminar descalzo haría menos ruido si le encontraban y debía escabullirse. Pero imaginó por un instante que una de las arañas que habitaban allí, y habían decorado tan minuciosamente cada rincón, podría cruzarse por su camino. Ya tenía demasiado con lo que lidiar para sumarle su aracnofobia.

 Se sentía desprotegido, como si estuviera desnudo. La humedad traspasaba la fina tela de su ropa de dormir, pero no era sino el asco que le producía aquel recóndito lugar. Las paredes estaban tapizadas de moho verduzco y amarillento en el que imaginó que albergaba tanta cantidad de microscópica vida como el bosque donde se encontraba. Las grietas que descendían desde el techo aseguraban una pronta caída de otro pedazo de revoque y, para estar a salvo, se mantuvo alejado de los muros. El crujir de los maderos que separaban la tierra con raíces que se asomaban entre medio le helaba la sangre a cada paso.

 Seguía agitado y usó por tercera vez el inhalador que había guardado en el bolsillo de su bata por alguna emergencia. La hora y media en la que había corrido tenían sus pulmones colapsados y las partículas de polvo que se elevaban no hacían otra cosa que empeorar su asma.

 A su alrededor y por doquier trozos de madera que contaban historias de los muebles que habían forjado y que, para su fortunio, podrían servirle de arma. Escogió lo que creyó ser la pata de una vieja mesa de roble con detalles tallados de flores entrelazadas y el emblema de alguna antigua familia aristócrata de la ciudad. Le observó mientras removía con la uña de su índice la costra e intentó descubrir cómo demonios semejante pieza histórica había terminado allí, en esa casa, abandonada, en medio del bosque.

 Agradeció haberla encontrado. En su intento de matar el tiempo y evitar tocar nada más que el suelo y el arma improvisada, se inventó un cuento de que otro fugitivo, como él, la habría usado de refugio. Pero la incertidumbre de su propia historia lo volvió a la realidad. ¿Cómo le habían encontrado?, tantos años en el anonimato y si no fuera por el particular ladrido de su perro entrenado, estaría muerto en ese momento.

 Desde no muy lejos un juego de voces junto con los aullidos de unos Labradores se aproximaban. Agazapado se acercó y observó por el agujero que, enmarañada hacia arriba, alzaba la persiana americana. No los veía, pero el crujir de la hierba delataba que estaban cerca, allí, cazándole. Debía mantener la calma, la respiración y la quietud. Sin dudas pasarían de largo, si él había notado ese refugio al darse de bruces contra una de las paredes que cubierta por la madreselva se encontraba oculta.

 Un ring. Una campanada estridente. Metal contra metal. Las seis y media de la mañana, y su despertador, ese que sin quererlo había acarreado con él, lo delató.