Despierta

CUENTOS

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 La claridad del día y las voces eufóricas, lejanas, la llamaron del letargo. Cuán pesados tenía sus párpados y qué difícil se le hacía mantenerlos abiertos. Estaba cómoda en su cama acolchonada, aunque le pareció más pequeña de lo que recordaba. Tal vez eran las ganas de seguir durmiendo, pensó y colgó las piernas en el borde.
 De par en par la puerta de su cuarto se abrió y, sin permiso, madre y padre ingresaron. ¿Acaso olvidaban el significado de privacidad o que ya era una mujer adulta?, se planteó mientras la ofuscación se elevaba hasta incinerarle las mejillas. Pero fue su somnolencia extrema la captó toda su atención.
 «¿Qué he bebido a noche culpable de soberbia cruda?», intentó recordar y el no hacerlo le dio más indicios que intrigas.
 Con la mirada nublada, agradecía distinguir poco el rostro fruncido de su madre que frente a ella, índice erguido, le regañaba. Tampoco la oía, con la capacidad entrenada, sublime, digna de una medalla de oro, filtraba sus palabras para arrojarlas al cajón titulado: me vale un céntimo y medio.
 De fondo, como un extra mal pago, su padre afirmaba los reproches y fingía estar de acuerdo, para dejar en claro quien llevaba la voz mandante. Ella pasó a su lado, le besó la mejilla y del escritorio bebió cuánta agua quedaba en un vaso de estancamiento dudoso.
 «¡Qué desorden tengo aquí!», se percató confundida al no reconocer las cosas esparcidas. El agua, sin efecto, no le ayudaba a mantenerse despierta.
 —¡Ya llegó!
 La voz estridente de su madre la arrancó de la milésima de segundo que, aún de pie frente al escritorio, dormir no le pareció mala idea. Volteó y, detrás de las cortinas que se abrieron por completo, la figura familiar de un joven se hizo presente.
 —¡Ariel! —dijo un tanto asustada al analizar la posibilidad de que él hubiera estado escondido allí durante toda la noche. Pero bastó con su sonrisa para que ella se olvidara del sueño y de su infringida intimidad.
 Lo observó de pies a cabeza. No solo estaba disfrazado, el semblante adolescente, los granos supurantes, tan diferente al rostro de hombre que recordaba. «Un deja-vu», pensó, «un extraño deja-vu».
 —Caballero romano para servirle, mi lady —dijo y frente a ella se reverenció—. Juro protegeros hasta mi muerte. —Rio—. Pensé en usar el ambo médico de mi padre, con el que también podría protegerte.
 Ella debía reconocer que los acontecimientos eran inusuales: sus padres habían desaparecido, Ariel, salido detrás de la cortina, disfrazado y veinte años más joven. Pero se dejó abrazar para recordar el aroma adolescente del amor sincero. Entre los brazos del romano, el sueño despertó para llevarla consigo.
 —Mi lady. Antes de ir la fiesta. ¿Le apetecería compartir una infusión con vuestro soldado?
 Mientras ambos decoraron la habitación con sus rizas, él giró y al mirar por la ventana continuó.
 —Podríamos ir al Café De La Pausa.
 Brusca fue su reacción y, con un movimiento, corrió hacia un lado a Ariel y, por el ventanal, con su nariz contra en el cristal, observó. ¿Desde cuándo está en frente?, pensó y el corazón, en un salto de caída libre, sin poder respirar, la obligó a cerrar los ojos.
 Durmió.
 —¡Mariana! —La voz de Roció la despertó—. ¿De verdad te dormiste? Te estoy contando algo importante, nena.
 Hizo fuerza para fijar la mirada y prestarle atención. Otra vez los párpados pesados la confrontaban en una tarea titánica.
 —Yo que te considero mi mejor amiga y vos cabecear como un borracho en gira de juerga.
 Extraña sensación. Quiso contestar, pero no pudo. Miró sobre su amiga y reconoció el comedor de su casa, las sillas de pino alrededor de la mesita redonda. Frente a ella el mate a medio beber, humeaba. Quiso tomarlo, pero le fue imposible moverse.
 «¡Una parálisis de sueño!», pensó entusiasmada al echar luz al suceso. Mientras contaba hasta diez, respiró con calma y cerró los ojos. Los sonidos se hicieron murmullos y luego, silencio.

 Entreabrió las pestañas, otra vez en su cama, las sabanas naranjas la envolvían en remolino. Analizó hacía cuanto tiempo que no le ocurría mientras la claridad del amanecer por la hendija de la persiana, y el despertador cayado, le regalaron el placer de dormir un poco más. Volteo su cuerpo hacia la derecha, en posición fetal, que tanto la ayudaba a descansar sin pesadillas.
 —Si no te tomas el mate, me lo tomo yo y no te cebo más —amenazó Rocío enojada—. Tardas un montón y después te de quejas cuando se lava.
 El último sorbo hizo sonar la bombilla y se sorprendió de poder moverse.
 —Bueno, como te decía, si Marcos está de acuerdo, organicemos una sola fiesta de casamiento. Total, compartimos casi los mismos invitados. Nos ahorramos un montón de plata para el viaje y rompemos un poco con la normalidad.
 Los dedos en el aire imitando comillas de Rocío, rompedora de ceremonias antiguas, la situó en el momento del recuerdo. «Vaya noche», pensó, «un deja-vu y una parálisis juntas». Y aunque se esforzó para darle fin, no resultó.
 —Bueno, si vamos a unir festejos, —dijo Ariel a su derecha y ella giró asustada.
 «¿En qué momento llegó?», analizó mientras lo observaba con el mate en una mano y un bizcocho en la otra. «Qué bien que le sienta el ambo verde petróleo»
 —Organicemos que tu ceremonia de graduación, señorita licenciada en psicología, y la mía, como flamante médico, se hagan el mismo día —agregó Ariel y estiró el brazo por detrás de su cabeza para cogerla del hombro—. Huevo y harina por dos, limpiamos una sola vez.
 Esto de pesadilla tenía muy poco y, aunque por algún motivo sentía sueño, sueño dentro del sueño, se relajó para dejarse llevar. Su mejor amiga y su primer amor charlaban juntos, entre ideas de confeti y crema pastelera, mate con edulcorante y masitas de grasa.
 Por momentos dejaba de escucharles, mas intentaba quedarse, mezcla de recuerdo e invención que convergían en esa escena que gustosa presenciaba. Contempló el mate frente a ella, más agua que yerba flotando en la superficie.
 —Marcos nos está esperando —dijo Ariel y se puso de pie—. El excelente capuccino del Café De La Pausa aclimatará la noticia de la doble boda. —Frente a ella, la mano de Ariel recubierta por un guante de plástico celeste se extendía para invitarle a acompañarle—. ¿Vamos?
 La respiración agitada que intentó controlar contando en reversa, con el corazón acelerado y el cuerpo inmóvil. Diez, aspiró, nueve, exhaló, ocho, aspiró, siete, exhaló, seis, aspiró, cinco. Sintió su cuerpo calmo descansar sumergido en al colchón y exhaló. Cuatro, aspiró despacio mientras abría los ojos y se encontró, como momia en sarcófago, envuelta en sabanas de satén azuladas.
 —Ya pasó —susurró—. Ya acabó —reafirmó y se recriminó no haberlo detenido antes ni darse cuenta de que, las sabanas naranja las había donado tiempo atrás.
 Durmió.

 Agitada, con la sensación de haber dormido una eternidad, saltó de la cama, cogió la ropa del arcón que vistió con una mano mientras, con la otra, se cepillaba los dientes. Un moño listo, luego el otro y con los cordones atados, dos palmadas para despabilar, salió a la calle.
 El centro de la ciudad se presentaba más concurrido de lo normal por la hora que era. El sol colgado en el cenit y, con el calor que derrochaba, ella había olvidado la gorra y el protector.
 Caminaba apurada, las zapatillas de deporte se lo permitían, y aunque no sabía a dónde iba, no disminuyó la marcha.
 El aire, del poco que se regalaba, golpeaba el sudor en su cara y sofocaba el rubor de las mejillas.
 —El sueño posee una maravillosa poesía, una exacta facultad alegórica, un humorismo incomparable y una deliciosa ironía —dijo un hombre, que le seguía el paso a su derecha, con acento extraño.
 Pensó en contestar cuando reconoció la frase y giró por completo para observarle. «Imposible», dijo su propia voz dentro de su cabeza y la sacudió de derecha a izquierda para acomodar el cerebro y corroborar lo que estaba viendo. Ágil, sin perder el ritmo, Freud caminaba a su lado, puro en mano, con la mirada sumida en el rostro de la gente que de frente se cruzaban.
 —Nadie puede hacerte daño sin tu permiso —dijo a su izquierda una voz calma que parecía acariciar las palabras. «Imposible», pensó ella una vez más al reconocerle—. Tu felicidad depende de una sola persona. De ti.
 La palabra imposible le quedó chica y un mar de insultos se entrelazó como malva en su mente. Qué clase de sueño retorcido la hacía caminar junto a Freud y Gandhi. Aún más importante, ¿qué quería su inconsciente decirle con ello?
 —Los sueños son a menudo más profundos cuando parecen más locos —acotó Freud, como si pudiera leerle la mente.
 —La persona que no está en paz consigo misma —contestó Gandhi a Sigmund—, será una persona en guerra con el mundo entero.
 «¡Que acabe esto ya!», rogó con el estómago apretado. Quería detener su rápida caminata, o comenzar a correr, las dos opciones eran buenas para escapar. Los gemelos le dolían, duros del paso firme, sin embargo, lejos de poseer control de su cuerpo, avanzó sin descanso.
 Dejó de oírles, y contempló la posibilidad de que fuera otra parálisis, pero, ¿cómo era posible?
 Enfocada en el aire caliente que secaba sus conductos al ingresar, permaneció concentrada. «Ya acabará, dejaré de caminar, estaré en mi cama. Debo recordar no beber antes de ir a dormir», se aconsejó y, aprovechó el no controlar su andar para cerrar los ojos.
 Se detuvo al fin, los músculos le quemaban, como cuando corría alguna maratón para acompañar una amiga o apoyar una causa que creía justa. Ilusionada abrió los ojos, no sentía su cuerpo reposar horizontal, pero se convenció de que había acabado.
 La puerta de El Café De La Pausa frete suyo se abría y Freud daba paso a Gandhi hacia el interior.
 Anclados al piso sus pies, las rodillas entrelazadas como quien aguante orines, y sin timón ni vela, quedó varada frente a la vitrina.
 Su reflejo dejó de verse cuando hizo foco en dos personas, hombre y mujer que, en una mesa dentro, uno frente a otro, conversaban. Qué bien le asentaba el vestido floreado a media pierna que lucía la muchacha, notó.
 Sus ojos, encaprichados en mirarles, oponían resistencia a su intento de cegar. El semblante de desconsuelo, las lágrimas que bañaban sus rostros. ¿Qué pudiera ser más triste que presenciar la muerte del amor?
 De pronto, un bocinazo, una frenada, personas que corrían entre gritos a su alrededor, las sirenas que desde lejos anunciaba su pronta llegada. Por el reflejo, a sus espaladas, lo había visto: un hombre distraído y un semáforo mal programado arrojaron como resultado un espantoso accidente.
 La gente que se agolpaba alrededor y ella sin moverse parecía no importarle. Tampoco quería estar allí de todos modos.
 —Epinefrina 1mg, ¡rápido!
 Ariel una vez más presente en sus intrincados sueños. «¿Por qué sueño con él?», pensó y a su encuentro se dirigió. Verlo en acción, con los guantes celestes cubiertos de sangre que intentaban reanimar al sujeto y la frustración que gobernó sus facciones segundos después.
 —¿Parece un mal sueño, verdad? —le preguntó mientras se quitaba los guantes— Lo hemos perdido.
 Lo observó acercarse, extender su mano hacía ella y con una sonrisa coger la suya.
 —¿Tomarías un café conmigo aquí en frente?
 Ella contestó con vestigio de pánico en su mirar. Buscó dentro de su cabeza qué responder cuando sus ojos ladeados a la izquierda, se posaron sobre el nombre tendido en el asfalto y su corazón se detuvo.
 Un gritó sordo le quedó varado en su garganta. Un grito apretado de terror al ver su rostro, su propia cara, desfigurada, ensangrentada y muerta, impresa en el cuerpo que yacía sin vida en el suelo.

 Abrió los ojos. Sudor frio empapaba su pijama de raso.
 —Ahora sí, al fin —dijo recostada en su cama de dos plazas—. Ya ha terminado —se aseguró mientras observaba el techo y reconocía su casa, su hogar y refugio.
 Lista para desperezarse, luego de la agitada noche, estiró al máximo sus extremidades en la inmensidad de la cama. Los dedos del pie izquierdo chocaron contra algo que sobre el edredón se depositaba.
 —¡Mierda! —exclamó al verle allí sentado. Se tapó la cara con ambas manos.
 —Yo también me alegro de verte, mi nieta favorita —dijo el hombre.
 Un bullicio se elevó hasta hacerse griterío. Muchas voces hablaban una sobre la otra, música de radio que ambientaba el lugar y ella, más curiosa que cobarde, entreabrió sus dedos para espiar.
 ¿Qué más podría su irónica imaginación traerle para jugar? Su cama, su habitación entera, no estaban en otro sitio lugar que en medio de El Café De La Pausa, entre mesas, sillas, gente y camareros.
 Su cuerpo, hecho una bolita, tapó lo más rápido que pudo con el acolchado.
 —No pueden verte. Sabes dónde estás y el porqué —dijo su abuelo y tiró de las sabanas para descubrirla.
 Observó en el extremo opuesto del café, a Ariel. Veía su boca moverse y el esfuerzo en su expresión, pero le era imposible oírle. Estaba eufórico, enojado, lloraba y golpeaba con ambos puños, enguantados en celeste, la pared.
 Pum, pum, pum, resonaba y el eco llegaba hasta arremeter contra su pecho. Pum, pum, pum, una vez más.
 —¿Por qué él está aquí?
 —Porque quiere cumplir con su promesa. ¿La recuerdas? —Ella afirmó con la cabeza—. ¡No hay tiempo! —bramó su abuelo—. Siéntate en esa mesa, Marcos está por llegar. No despertarás de otro modo y será tarde. —Ella titubeó—. Mariela, no es un consejo, es una orden. Pues el joven doctor que está allí no podrá cumplir si tú no lo ayudas.
 —¡No puedo! —dijo y explotó en llanto—. Vendrá, me dirá lo triste que está porque ya no me ama. No puedo ver morir nuestro amor una vez más.
 —Si no lo haces, no será su amor el que enterrar, sino tu cuerpo.
 Pum, pum, pum, los puños de Ariel contra el muro y el eco hacía temblar el piso. Pum, pum, pum, y a la mesa, frente a Marcos, Mariela se sentó.
 La congoja, el llanto explosivo, la tristeza amarga franquearon su respiración. El enojo, la frustración y el miedo asediaron las ganas de vivir. Morir, eso era lo que quería, morir y así se sentía.
Luego de que Marco envuelto en humo se esfumó de aquel café junto con el resto de comensales, Mariela intentó ponerse de pie. El cuerpo entero le temblaba, no podía respirar, los latidos agolpaban la sangre en su cabeza y, una espesa y blancuzca espuma comenzó a brotar de su boca. En el instante que la conciencia comenzó a abandonarle para caer al piso cual bolsa de papas, los brazos fuertes, recubiertos de una brillante armadura de soldado romano, la atraparon.
Se desvaneció.

 Un ruido metálico y un pitido frecuente la despertaron. No sabía dónde estaba, aunque no le fue difícil deducirlo: cables y sondas entraban y salían de su cuerpo, completaban la cama dura, y el sabor seco en su garganta.
 Una enfermera con ambo verde la observó por unos instantes sin decir nada. Con una pequeña linterna alumbró hacia sus ojos, primero uno, luego el otro. Al terminar de cambiar el suero, se dirigió a la pared frontal donde, en un pequeño aparato gris, apretó un botón naranja y habló.
 No tardó en aparecer, bata blanca, pelo y barba entrecanos, con un estetoscopio colgado de su cuello, la figura de Ariel, que rebosaba felicidad, se detuvo en la puerta. La enfermera le entregó una carpeta y se retiró.
 —Vaya susto me has dado —dijo en un suspiro.
 Se sentó a su lado y la cogió de la mano entablillada donde una cánula profunda se hincaba en el pliegue del brazo.
 —No te dejaré hacerlo. —Le beso los dedos—. No en mi guardia, no en la guardia del soldado que prometió cuidarla, mi Lady. —Ella sonrió—. Ahora duerme, descansa, que yo me quedaré aquí, firme, a tu lado.