El joven de la mochila azul

CUENTOS

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I
La mochila, azul Francia, estaba lista desde la noche anterior y aguardaba sobre la mesa ratona de la sala de estar.
El joven, con sus veinte años recién cumplidos, no pudo conciliar el sueño. Desde que recordaba se había preparado para el gran día y, ese día, llegó.
Salió de su cuarto luego de repasar por última vez su atuendo frente al espejo. Metió la camisa beige un poco más dentro del pantalón y rehízo el nudo de la corbata marrón. Sobrio y perfecto, así debía estar.
Le sonrío a su madre y se sentó a tomar el desayuno aunque estaba inapetente. Las ansias le cerraban el estómago, pero por los preceptos con los que le educaron, no lo despreció.
Listo para partir, reposó sus labios sobre la cálida mejilla de su madre, por uno, dos, tres segundos, con los ojos cerrados, para guardar en sí ese recuerdo, mientras ella, al cuidado de cada detalle, ajustó el nudo de su corbata y lo estrechó entre sus brazos.
Unos pasos más atrás, justo al lado de la mochila azul, aguardaba su padre con el pecho inflado y una pequeña caja entre sus manos. No le dijo nada al momento de entregarle el obsequio. Al reloj de la familia, ahora le pertenecía.
Se tomaron de la mano, los tres, para alzar una plegaria. El joven, con la mochila azul colgada de su espalda, partió hacia la estación rumbo al centro.

II
La mujer estaba nerviosa, era su nuevo primer día de trabajo luego de la licencia por maternidad.
Entre su niño pequeño y las ansias, el sueño se le había escapado por la ventana. Para dar pelea a la noche, por tres horas seleccionó el atuendo perfecto que combinara con su cartera roja. Pero, esa mañana, luego de ducharse, cambió de opinión y escogió el vestido negro con flores índigo que tan bien le quedaba. Quería deslumbrar.
Su marido, con el que llevaba casada cuatro años, se encargó del desayuno y, mientras servía las tostadas un tanto quemadas, acunaba entre sus brazos al bebe de siete meses. Eran un buen equipo, siempre lo habían sido.
Engulló, sin sentarse, media tostada que empujó de a sorbos con el café que quemaba. Estaba apurada porque deseaba llegar con tiempo, ponerse al día con sus compañeros, re acomodar su escritorio y aguardar al jefe con la agenda del día preparada. Anhelaba volver a trabajar, pero algo el sentimiento de abandonar a su hijo le doblegaba la voluntad.
Lista para partir, luego de recoger su careta roja, besó la frente de su hijo y le acarició con pena. En puntas de pie alzó su cabeza para despedirse de su marido, pero él, embelesado, la beso con la pación de los amantes en primavera.
Se detuvo junto al espejo de la entrada y corrigió su labial. La mujer, con su cartera roja colgada al hombro, hizo la señal de la cruz para que su dios la acompañe y salió hacia la estación rumbo al centro.

III
El subte cerró sus puertas y partió de la segunda estación. Estaba lleno, pero, el joven, con su mochila azul amarrada en su pecho, iba sentado. Adrede había caminado tres cuadras de más para cogerlo en la cabecera, hacerse de un asiento y así evitar que su ropa se arrugue y se aplaste su mochila azul.
De tanto en tanto, miraba su reloj, por orgullo y ansias, para luego, acariciar la cordura de su mochila. Cuatro paradas faltaban y llegaría a su destino, estación Congreso.
Las puertas se abrieron frente a ella y, mientras pedía permiso, se acomodó como pudo junto a los asientos. Necesitaba sujetarse fuerte, los tacones escogidos no eran cómodos, demasiado altos y, tras el embarazo, sus pies habían ensanchado.
No sabía cómo acomodar su cartera para no incomodar a sus compañeros de viaje en las cuatro paradas que la separaban del Congreso, la estación final del recorrido. Se convenció de que esa cartera tampoco había sido buena elección.
El joven, con su mochila azul aferrada a su pecho, la vio de pie junto a su hombro, espléndida, con su vestido primaveral de flores índigo. Le sonrió para disculparse por su falta de atención y le ofreció el lugar. Ella lo aceptó gustosa porque sus zapatos comenzaban a lastimarle los talones.
«Qué amable», pensó ella sonrojada. Tal vez aún mantenía su atractivo luego de dar a luz. Complacida, mientras acomodaba sobre su falda la cartera llena de menesteres innecesarios, volvió a mirar al joven y le regalo una sonrisa.
«Qué bella», pensó él y le fue imposible no avergonzarse. Su imaginación y sangre joven hicieron el resto para robarle la atención.
Él no podía dejar de verla, y ella, al notarlo, recordó cómo era seducir después de tantos años, mientras jugaba con los pliegues de su bolso carmesí.
La próxima estación los trajo a la realidad. Él volvió a consultar su reloj y ajustó las amarras de su mochila azul mientras más pasajeros ingresaban, entre empujones y gritos. Ella, por su parte, desesperada, buscaba en la inmensidad de su bolso, el teléfono celular. «Lo he olvidado», se dijo al recordar el instante preciso en que lo dejó sobre la mesa de salida antes de corregirse el maquillaje.
—Las ocho quince —dijo el joven al adivinar su intención cuando ella levantó la cabeza.
Otra sonrisa y ambos, al instante, desviaron la mirada hacia las puertas del vagón que se cerraban. El oxígeno que comenzaba a escasear, y los olores, trajeron a la mente de ella el recuerdo de la rutina que tanto aborrecía, pero extrañaba.
Una voz por los parlantes recordaba la pronta llegada a la estación Congreso, final del recorrido, para que todos los pasajeros tuvieran el boleto en sus manos.
Él abrió el cierre de su mochila azul por un costado, tanto que solo su mano cabio, acarició lo que estaba buscando y allí la dejó.
Ella, hurgó en su bolso sin fondo. Corrió cosas de un lado para otro, porque no recordaba en cuál de los ocho bolsillos había guardado el boleto. Entre papel y maquillaje, libreta y perfumes, encontró una foto de su bebe. «Al menos podré presumirlo con Marcos y María», pensó y la acarició con la yema de sus dedos mientras el vacío la llenó de angustia.
El tren disminuyó la velocidad hasta que frenar por completo. Al fin la parada destino. Los pasajeros, amuchados en la puerta, descendieron y, mientras caminaban por el andén, se apostaban uno detrás de otro como una fila improvisada para cruzar los molinetes.
Él, aguardó en medio, con su mano dentro de la mochila.
Ella, caminaba sin mirar mientras buscaba el boleto de salida.
Él, se acercó a ella y la cogió de la mano.
Ella, asustada, intentó soltarse.
Él, la miró con cristales en sus ojos y acomodó su mochila azul.
Ella, lo miró aterrada con la firme creencia de que quería robarle y con fuerza sostuvo su bolso carmesí.
—Hoy, tú, te salvarás juntó a mí.
Con su mano, dentro de la mochila azul, apretó el botón.