Encuentro

CUENTOS

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Los tres se reunieron por primera vez. Era necesario.

—Gracias por venir —dijo ella y detrás de él cerró la puerta.

Desde el palier logró ver al otro sujeto sentado en el sofá, ese que él había comprado con tanta ilusión.

Tragó saliva y tomó aire. El camino hasta su encuentro se le antojó eterno.

Con una reverencia fingió modales de antiguo caballero y la dejó pasar. Necesitaba que ella caminara delante, que le protegiera, como tantas veces. Que afrontara los caminos y le abriera paso mientras él, cual custodio, olía el aroma de su pelo.

—¿Café? —Le ofreció ella al llegar.

Negó con la cabeza al tiempo que pesquisaba la habitación sin saber en donde apoyar la mirada.

—¿Cerveza?

Volvió a negar. «¿Acaso lo había olvidado?», se preguntó.

—¿Quieres algo? —le dijo en ese tono de voz al que tanto le temía y lo obligó a contestar.

—Agua está bien.

Complacida, le señalo las sillas que rodeaban la pequeña mesa rectangular del comedor, y se perdió por el pasillo hacia la cocina. La hubiera acompañado hasta la diminuta habitación atiborrada de utensilios donde recordaba que dos eran multitud si se disponían a cocinar. Mas no pudo, se quedó paralizado bajo el arco que dividía el living. Tan tieso que no pudo, o animó, a coger lugar.

La luz cálida y amarillenta que colgaba del plafón sobre la mesa y los Leds ocultos en el canto del techo sobre el ventanal estaban encendidos. Él, de espaldas casi por completo al sujeto, observó todo el salón. Nada había cambiado. Exacto como fresco en su recuerdo, cada cosa en su lugar permanecía intacta: la alfombra purpura tan velluda que oficiaba de perfecto colchón, aunque costara tanto limpiarla; Las cortinas manteca con listones anaranjados que heredaron; Los mantelillos de cuero ecológico cocidos por ella; La planta de ficus que agonizaba en el rincón, suplicaba por agua y gritaba por sol. Con el instinto protector a flor de piel estuvo por rescatarla, hasta que reparó en el sujeto.

Por el rabillo del ojo y de soslayo para que no lo notase, en un esfuerzo que le nublo la mirada, le observó. Sentado en el sofá bebía una cerveza del pico y lo ignoraba sin dignarse siquiera a levantar su cabeza para saludarlo.

Unos cacharros metálicos chocaron contra el piso y el eco se expandió por el pasillo junto a la melodiosa y picara risa de ella que tanto la caracterizaba. Suspiró.

Ella regresó. Dejó a sus espaldas la oscuridad del pasillo y la luz le iluminó esa perfecta sonrisa que él tanto añoraba. Junto a ella, como si la acompañara, un aroma delicioso y casero, inundó cada rincón.

Él pestañó con rapidez mientras permitía que el olor que seducía sus sentidos recorriera todo su cuerpo, le llenara la boca de saliva y completara sus pulmones.

—¿Estás cocinando? —le preguntó al recibir el vaso transparente de vidrio grueso.

—Nunca te gustó mi comida —recriminó ella.

Un sonido de gruñido gutural proveniente de la garganta del sujeto los alentó a voltear, a ambos, aunque él no quería. Afirmaba lo escupido por ella, con la mirada clavada en la punta de los zapatos de charol, mientras sostenía entre sus dedos un vaso similar aunque retacón, con el vidrio tallado y con whiskey en su interior.

Rápido viró para volver hacia el ficus. Le costaba tanto verle allí sentado, bebiendo, cómodo, ante aquella situación, como si en realidad no le afectara. ¿Lo hacía?

La incomodidad gobernó su mente. Simuló beber un trago de agua sin mojarse los labios y abandonó el vaso sobre la mesita de licores junto al sillón. Miró sus manos, tan vacías y suplicantes, entonces un querer, un deseo o necesidad, lo empujo a llenarlas.

—¿Puedo abrazarte? —preguntó como un niño, cabeza gacha, labios fruncidos y rodillas arqueadas.

—¡No empieces! —bramó ella al tiempo que retrocedía y anteponía su brazo para marcarle distancia.

Él sintió la mirada del sujeto clavarse en su espalda. «Al menos algo le molesta», pensó.

—Es momento —dijo ella y alternó la mirada entre uno y otro—. Hay que hacerlo.

El sujeto abandonó el sillón con una copa de vino tinto, aromático, en su mano derecha y caminó hacia el arcón. Del bolsillo de su pantalón caqui cogió una pequeña llave y abrió la primera puerta. Una caja cuadrada y de latón, verde, con arabescos purpuras, acomodó sobre la mesa rectangular, justo en la cabecera y la luz tenue del plafón que pendía sobre ellos la bañó.

—No me animo —dijo él parado frente a la caja.

—Hay que hacerlo —insistió ella—. Fuiste tú quien tomó la iniciativa. Honra tu palabra.

Con dos pasos hacia atrás negó con la cabeza, pero para cuando quiso dar el tercero ella lo retuvo de la muñeca. Su piel, el rose, el calor de su mano. Suspiro.

—Vienes aquí cada día, antes de que él llegue —dijo ella y apunto al sujeto parado a su derecha que afirmaba.

Pero a él ya no le importó si seguí bebiendo o que tan cerca estuviera, porque estaba perdido en los rasgos delicados del bellísimo rostro de ella. Eso le bastaba, lo completaba.

—Tocas el timbre —dijo ella para continuar con compromiso en sus palabras, pero el delicado tono que tanto le apaciguaba—, no te atreves a entrar y te marchas llorando. Esto debe acabar. Sé que tú puedes.

—¿Dolerá? —Titubeó él mientras volvía a la mesa guiado por ella que no le soltaba.

—No creo que sea peor que esta vida —susurró ella.

—Y a ti, ¿Te dolerá?

—Yo estaré bien, te lo prometo. Hazlo por los tres. Tú puedes.

Con la yema de sus diez dedos abrió la caja y zambulló sus ojos dentro: un libro que rezaba Nuestro Amor, el recorte de un periódico con una foto y un titular que se negó a leer y, brillante en un rincón, una alianza dorada.

Su corazón se aceleró, tanto que le impedía respirar y los ácidos de su estomago ascendieron hasta la garganta. Intentó cerrarla, ocultar el contenido, pero el sujeto lo detuvo. No quería verle, no podía, mas el sujeto, con su mano temblorosa, le elevó el mentón.

Ellos dos, al fin, frente a frente. Se miraron. Se vio, era él quien se miraba, aunque le costó reconocerse antiguo y preso de las sombras.

El sujeto vertió el vodka sin hielo que bebía dentro de la caja hasta que todo quedó empapado. Era inodoro, pero aún así le evocó tantos recuerdos y malestares que lo obligaron a aspirar profundo para no vomitar.

Otro respiro, sus pulmones llenos de aire y una luz que a su lado se encendió.

—Es hora —dijo ella y le ofreció su antiguo mechero.

«Lo que el fuego se llevó, hoy, el viento sopla las cenizas», dijo una voz distante, omnipresente, mientras el sonido grave se le calaba por cada poro hasta morar en los huesos.

Él ancló su mirada en los cálidos ojos de ella, llenos de ilusión, de vida. Guardó cuanto detalle pudo en sus retinas, en su mente y apretó fuerte los parpados. Aún podía verle, entre la negrura de la oscuridad, ella, sus labios, su sonrisa resplandeciente.

Dedo a dedo abrió su mano y el mechero en caída libre aterrizó dentro de la caja. Estaba hecho. Fuego.

Cuando abrió los ojos, su cuerpo se hundía en el mullido sillón del consultorio. Frente a él le daba la bienvenida una amable sonrisa tan extensa que arrugaba los ojos y elevaba los lentes redondos del licenciado por sobre el tabique.

Tomó aire fresco, profundo y renovador. Aún la congoja movilizaba su pecho en espasmos esporádicos. Volverla a ver abrazó su corazón, dejarla ir, le liberó el alma.