Gran Hermano

CUENTOS

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Me siento en el cubículo como todos los días, prendo el monitor, la CPU y mientras carga mi sesión, voy a la máquina del pasillo por una taza doble de café. No puedo estar más arrepentido de cambiarle el turno de la noche a Juan. Todo para que vaya a ver al novio que se lo buscó a la vuelta del fin del mundo.

—Es el turno más importante —dice el descarado del supervisor—. Es cuando más atentos tenemos que estar.

Blablá, me importa un bledo. En cuanto la última parejita termine de comerse a besos en el banco al que apunta mi cámara y decidan irse a un lugar más cómodo, la plaza del parque del camino al puerto quedará desierta y yo babearé el teclado toda la noche. Si tuvieran la decencia de perderla en ese banco y al menos me entretuviesen con una escena para adultos, juro que nos los reportarían hasta que acaben. Si yo me aburro, ¿por qué voy a arruinarles la noche?

Me acomodo los auriculares y ajusto el volumen porque los pasos de los niños que corren sobre la arena mientras dan vueltas al tobogán me aturden. Al menos es verano y las familias salen a pasear con los perros. Y ahí llegan los que considero los padres del año. Son jóvenes, deben tener mi edad, y sacan a su hija que le cuesta caminar. Qué curioso, se ve que lo han notado porque ya no se la escucha arrastrar su pierna derecha, creo que le han puesto un tutor. Es la desgracia de verlo todo y no poder hacer nada. Bueno, salvo que sea eso que están buscando.

Hoy la niña ha escogido un sabor diferente. Y yo que pensaba que era intolerante a la lactosa como su madre y solo podía pedir helados al agua, pero no, hoy es uno de chocolate. Muero por uno en este momento. De seguro no se lo terminará, si ya se le comenzó a derretir y su mano parece manchada con diarrea.

Ni viento hay. Apenas se menean las hojas del ficus del que sus ramas no supieron que podían llegar más alto y rozan el piso. De seguro el terreno es pedregoso y lo han condenado a estar anclado allí de por vida. Como a mí, cuando el súpersargento especial me vendió fresas por cebollas. «Niño, Serás el orgullo de tu nación al ser parte del escuadrón de inteligencia», había dicho. Pura mierda, acá estoy llorando todos los días al hacer la misma cagada.

Con un bostezo que me llena la boca de saliva espesa, viro a la derecha la lente y ¡APA!, no es la parejita fogosa, es la cornuda. Dos veces por semana lo mismo, se encuentran, caminan un rato de un extremo al otro mientras él relojéa su muñeca cada tanto hasta que ella comienza con su planteo de que si lo aburre. Y sí, dulzura, luego de tu escena, te llevará a casa y vendrá con su otra novia. No tienen remedio.

Lo dicho, muevo la palanca de lado a lado, despacio para que los engranajes no me delaten y solo queda esa joven en la hamaca. Hago zoom para ver el mensaje y ¡APA!, me ha dado hasta calor y eso que en la oficina el aire está a -184°. Parece que le gustó que invitaran a Pedro anoche. Que todavía le tiemblan las piernas y que quiere repetir.

Me llevo los auriculares puestos a por otro café. Con la precisión que tienen escucho hasta el aleteo de las polillas que insisten en meterse en la casa del árbol que hicieron los padres del jardín. Lo bueno sería que los lleven al parque para que la usen.

Mi tercera taza de la más oscura y espesa bebida que imagino que es una poción del hechicero que tienen encerrado en alguna torre. Ojalá fuera veneno para no tener que pasar otro día mirando morir las hortensias olvidadas del macetero con la colonia que han montado los caracoles. Ellas insisten en sobrevivir, como yo.

Bien, una anomalía. Un trajeado se sienta en el banco blanco. Dicen que es de mármol, pero es una mera imitación de cemento. El verdadero lo robaron hace dos meses en la guardia de Juan, vaya bronca que le cayó.

Acomodo la palanca y enfoco un poco más. Parecía ser un oficinista con su maletín de cuero, pero siendo las tres a.m lo acaba de abrir y una frecuencia se interpone con la mía. Mi micrófono la puede decodificar, solo tengo que ajustar la perilla que no sé cómo se usa.

Le habla a algo en el interior y yo siento el vuelco en mi estómago. Activo el protocolo. Botón rojo debajo del escritorio, mientras alejo el zoom y llamo al jefazo.

No me despego del monitor para no perderme cuando llegue. Es un secreto del que no tengo permisos y, antes de que apaguen las luces del parque, la veo flotar. Ha saltado desde el techo sobre mi cámara. La capa negra, con picos inconfundibles, pasa delante de mi visor y después, oscuridad.