Malleus Maleficarum

CUENTOS

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 Hacía tan solo quince días habían estado allí, en el mausoleo, cuando acompañaron a su amiga Turmalina a su última morada. Ni el polvo del mucho que dominaba aquel húmedo lugar se había atrevido a tocar su féretro. De mármol, se mantenía impoluto y parecía resplandecer ante la oscuridad que derrocaban con sus linternas.

 Gneis fue el último en ingresar con el bolso que contenía los utensilios que necesitaban. Por su parte, Caliza fue la primera en arrepentirse de haber aceptado la invitación de Ónix que, al verla palidecer, comenzó a replantearse si su sed de justicia tendría algún sentido.

 —¿Por qué nos has encerrado? —arremetió Caliza contra Gneis con su voz entrecortada entre el miedo y su claustrofobia tras comprobar que la puerta estaba cerrada.

 Ella acababa de enterarse el verdadero motivo por el cual se reunían allí y no en el sótano de la casa de campo de Gneis, como las otras veces. Ónix le había mentido, no era para darle la última despedida del club a Turmalina.

 —De seguro la puerta se ha trabado, aquí deben estar todos sus familiares, desde el primer Gandolfo —se defendió Gneis mientras negaba con su cabeza y extendía en el suelo, justo en frente del féretro, un tapiz con un pentagrama pintado.

 Ónix aprovechó la discusión y de espaldas acomodó la sobrecubierta de piel del libro que sacó de su mochila al tiempo que ponía todo de sí para controlarse. Estar allí le representaba un reto, porque a pesar de la convicción que lo empujaba a hacerlo, por lejos era más de lo que su gallardía estaba dispuesta a afrontar.

 Volteó para colocar el libro justo en el centro del símbolo y notó que Caliza seguía inmóvil. Tenían poco tiempo, debían aprovecharlo antes de que el vigilante del cementerio viera la luz a través de los vitrales. Mientras ayudaba Gneis a poner en su lugar los candelabros, intentó hacerlo mismo con ella, pero con sus brazos en forma de jarra, se negó a actuar.

 

 —Esto se ha ido de las manos. No pienso exhumar su tumba ni mancillar su cuerpo.

 —Te dije que podría hacerlo solo y no tendría que lidiar con ni su lloriqueo, ni con tu corazón roto. El hueso de un muerto es un talismán muy poderoso, no creo que a ella le moleste, después de todo fue su idea la de formar el club —dijo Gneis con el ceño fruncido.

 «Lo malo de la locura es que solo los cuerdos la ven», pensó Ónix un tanto arrepentido mientras encendía las velas. Pero que los hubiera encerrado le daba el indicio de que no había alucinado y que solo cuando encontrase la paz, él sería libre.

 

 Con la amenaza de que el vigilante los culparía a los tres por igual, Gneis convenció a Caliza de que lo ayudara. No necesitaba mirar, únicamente debían descubrir la tapa de mármol que cubría el cuerpo de Turmalina. La fricción de la roca y el quejido que ambos emitieron ante el esfuerzo se entremezcló propagándose en ese lúgubre lugar. Fue al haber acabado que con el silbido del viento que se coló por el cristal roto de la ventana, una voz los alcanzó: «Justicia»

 Gneis y Caliza temblaron al reconocerla, pero su sorpresa fue aún mayor al ver a Ónix apuntarles con un revolver plateado.

 

 —Uno de ustedes ha matado a Turmalina —dijo mientras intercambiaba el blanco entre ellos con el pulso inestable.

 

 Caliza, tras gritar despavorida, rompió en llanto. Gneis levantó las manos y comenzó a acercarse a Ónix mientras, controlando sus movimientos, intentó calmarlo.

 —Respira, amigo mío, y baja el arma. Sé que la querías mucho, pero nadie mató a Turmalina. Ella habrá jugado sin nosotros.

 —¿Qué clase de psicópata eres? —dijo y tiró hacia atrás el martillo del revolver para amedrentarlo y que se detuviera— ¿De qué juego hablas? Se ahogó con su propia sangre, le reventó el estómago y la científica todavía trata de identificar si del mar rojo en que la encontraron nadando le pertenece solo a ella.

 Caliza, abrazada al sarcófago entre sollozos que entrecortaban su voz, le dio la razón: no podría tratarse de una muerte natural.

 —Gneis, eres un asesino —culpó Caliza luego de secar sus lágrimas con el antebrazo—. Yo no fui, ella era mi amiga y todavía no he sacado rédito alguno del club más que no poder dormir por las noches.

 El tiempo que Caliza hablaba le dio ventaja a Gneis para abalanzarse sobre su amigo y desarmarlo. En el ir y venir del forcejeo por el arma, la espalda de Ónix chocó contra el muro. El mausoleo todo tembló, por el choque que desprendió una densa nube de polvo y por el impacto secó que se esparció por la abovedada y lastimó sus tímpanos. Ciegos ante la plomiza cortina, lo siguiente que escucharon fue a Caliza toser.

 El polvo comenzó a disiparse, la silueta de su amiga, con los brazos extendidos, se develó ante ellos. Gneis, desesperado, intentó ir a socorrerla al descubrir el agujero negro que presentaba justo medio del pecho, pero Ónix lo detuvo desde el brazo. No sangraba, ni una sola gota manchaba el impoluto vestido pastel más que el tizne de la tierra añeja.

 «Ella tenía razón», pensó Ónix y miró de soslayo el libro que estaba más cerca de Caliza que de ellos.

 —Touché —dijo y la carcajada que soltó a continuación los hizo estremecer—. Yo seré el villano, pero les recuerdo que Caliza, que aquí los escucha, no quería jugar con ustedes.

 Los dos estuvieron dispuestos a ir por ella, mas la sombra en su mirar, mientras meneaba su cabeza, los hizo recapitular.

 —¿Con qué creen que han estado tratando, insectos? Ispiritis di li tirri, idir nistri viz —dijo en turno burlón—. La naturaleza no tiene oídos, sin embargo, el señor de la noche, sí, y le deben unos cuantos favores.

 Las piernas de Gneis se aflojaron. Adrenalina y pánico en cantidades iguales recorrieron desde sus tobillos hasta la punta de su nariz y le erizaron los cabellos. Su acenso en el trabajo, el auto nuevo de Turmalina y la repentina cura del cáncer de estómago en fase cuatro del padre de Ónix, se cruzaron por su mente. Con sus ojos a punto de rebalsarse, buscó los de su amigo que parecía ausente, con la vista fija en el libro, con las facciones desencajadas al ver a Caliza agacharse para recogerlo.

 —No son inocentes, o acaso pensaron que el accidente del bus escolar contra la concesionaria que se cobró tantas vidas fue solo fatalidad —dijo y con las cejas arqueadas miró hacia Gneis

 

 —. ¿Por qué crees que murió el gerente de tu empresa?

 Una arcada llenó la boca de Ónix, porque aun cuando había tenido una revelación sobre de lo que se enfrentaban, atar aquellos cabos le estrujó el pecho.

 —Lo de tu padre y la muerte de Turma, bueno, yo lo llamo justicia poética —le dijo con una sonrisa tan macabra que arrugaba todo su delgado semblante.

 Hacia delante extendió el libro y señaló la cubierta que rezaba Malleus Maleficarum. Burlona, lo abrió para mostrarles a quién se habían entregado y con lo que se encontró dentro, inesperado, le desfiguró el rostro. En un parpadeo, el iris azul se tornó negro, la pupila le cubrió por completo el ojo y mientras apretaba los dientes, alzó la cabeza.

 La reacción de Gneis fue comenzar a dibujar sobre su pecho la señal de la cruz, pero antes de que terminara, y que Ónix pudiera alzar el cañón del arma para dispararle, ella agitó el aire y empujados por una fuerza invisible, volaron contra el muro.

 No fue por deseo del demonio en Caliza que las llamas de las velas se alzaran hasta el techo, ni que una ventisca salvaje le arrancara el libro de las manos para caer cerca de Ónix. Fue la luz incandescente, plateada, que con chispas de esperanza la sujetó por los brazos y le impidió que les volviera a atacar.

 «Justicia», repitió la dulce voz de Turmalina, esa que Ónix adoraba, la que recordaría por el resto de sus días. Cuerpo a tierra se desplazó hasta donde las hojas del libro se agitaron para detenerse en una página. Tomó aire y con la fuerza que nacía de sus entrañas comenzó a recitar a viva voz.

 —Exorcizamus te, omnis spiritus immundus, omnis satanica potestas, omnis incursio, infernalis adversarii, omnis Legio, et omnis congregatio secta diabolica…

 A la voz impuesta se le unió un grito desesperado de dolor y odio. Del combate en el que la luz dominaba al demonio se desprendían chispas doradas y carmesí y, como resultado, una bruma negra, espesa y mal oliente comenzó a salir de la boca de Caliza para arremolinarse sobre ellos.

 —Benedictus Deus. Gloria Patri. —Acabó de rezar Ónix y, en una oscura grieta, el humo negro se evaporó.

 Caliza, con sus ojos cerrados, se desplomó en el suelo. «Justicia», pensó Ónix, mientras una lágrima bañó su mejilla. La silueta de Turmalina se desvaneció envuelta en una cálida luz y, con ella, el crujir de la puerta los liberó.