T-TOK-A-TI

CUENTOS

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Todos los días, lo primero que él hacía al despertar, sin falta y puntual, era abrir esa puerta. Perdí la cuenta de las veces que la remodeló desde que me mudé con él, y nunca supe bien cuál era su criterio para elegir uno u otro modelo. Algunas con arabescos y arcadas, otras de metal sólido a las que les chillaban las clavijas. Hasta recuerdo cuando mandó a crear una de conchilla que se desmoronaba a sus pies cada vez que la abría y tras él se volvía a reconstruir.

A modo de recuerdo guardaba la llave de cada diseño en el manojo que portaba en su cinturón. ¡Sí que eran un montón! Aunque había una en particular que colgaba de su cuello. No parecía tener ningún particular, pequeña, de hierro, con un grabado que el oxido se esmeraba en ocultar, pero para él era especial, no se la quitaba ni para bañarse, y no comprendí que tanto hasta el día que sucedió.

En nuestra rutina, yo preparaba el desayuno y aguardaba por él, porque no había nada que interrumpiera su ritual en la sala del reloj. Creo que aún puedo oír sus pantuflas arrastrar por el piso del corredor y el tintinar de las llaves. Escuchaba la puerta abrirse, cerrarse, volverse abrir y aparecía en la cocina con la vestimenta que había escogido para ese día. Siempre en composé: camisa, pantalón, saco, corbata, zapatos y hasta las medias en una exquisita e impoluta combinación de degradados del mismo color.

Algunos decían que era un viejo excéntrico, que se creía superior a los demás. No lo conocían, al menos, no como yo. Para mí era la sabiduría en persona, si hasta solía retrasar el desayuno y comía lento, incluso después de que mi lista de tareas diarias hubiera aparecido pegada en la heladera. Cualquier excusa era buena para compartir con él un rato más de charla.

Pero era verdad que se estaba poniendo viejo y mañoso. Ya no dejaba que nadie tocara la puerta y hasta había comenzado a refunfuñar por los rincones de cuánto lo echaríamos de menos el día que él ya no estuviera. Y tenía razón.

Fueron tiempos angustiantes, al menos para mí que salía a cumplir con mis tareas, de buena gana y con una sonrisa porque me gustaba mi trabajo, pero preocupado por él. Recuerdo el día en que enfermó y la discusión que mantuvimos ante su insistencia de abandonar el reposo para cumplir con su deber. En esa ocasión logré persuadirlo y lo acompañé hasta la puerta. Habrase visto la testarudez en persona al prohibirme entrar, pero al menos no cerró la puerta, todos sabíamos lo que guardaba allí dentro: su reloj de arena y su colección de mariposas monarcas disecadas, adosadas a la pared.

Lo esperé con el hombro apoyado en el marco y el ruego en la garganta de que no se cayera con la poca estabilidad que demostraba. Agradecí que la arena de ese reloj estuviera encerrada dentro del grueso vidrio porque lucía peor de la última vez que la había visto, más húmeda, amarronada y hasta creí sentí el olor a añejado. Pero era su pasatiempo, entrar, toquetear el reloj y salir, como quien colecciona trencitos de juguete y se obsesiona con activarlos para que hagan un recorrido diario.

Verlo actuar ese día me preocupó un poco más. A mí me urgía volver a la cocina para acabar el desayuno, y él, como si fuera dueño del tiempo, cogió una franela de la mesa donde reposaba el reloj, lo limpió y con el pulso que le temblaba, sin descolgarla de su cuello, le acercó la llave. Se escuchó un crujido que no supe si provenía de allí o acompañaba al olor a quemado de las tostadas que me gritaban desde la cocina. Le insistí en que se apurara, a lo que con el ceño fruncido y un gesto con su mano me obligó a voltear y salió detrás de mí.

No recuerdo con exactitud si fue el día siguiente, o el posterior, que se levantó rozagante. El alivio que me dio su canturrear por los pasillos. Con el oído acostumbrado a su rutina, esperé la progresión de ruidos de la puerta de la sala del reloj. Para que no se enfriara el café, aguardé un rato por él y por la lista con mis tareas diarias, pero ninguno llegó. Los dos minutos se hicieron largos y preocupado, corrí.

Encontré la puerta entreabierta. Lo llamé y ante el silencio asomé la cabeza. Lo vi parado junto al reloj y volví a llamarlo, pero nada. Fue cuando noté que la sala estaba diferente, y su ropa también, me extrañó de sobremanera que vistiera de tantos colores.

Las palabras del último profesional que lo examinó nos advirtió que ya estaba en fase final para seguir a su próximo capítulo. Linda manera de decir que estaba muriendo.

Por el susto trascendí sus reglas y entré en su ayuda. La habitación tenía una vista espectacular, panorámica al Todo. Me encargue de hacer el suficiente ruido con mis zapatos para que notara mi presencia y en consecuencia comprendí por qué él ingresaba en pantuflas: el piso era vidriado y se sentía estar parado sobre el mundo.

Me descalcé y a la distancia me percaté que la arena se había purificado, compuesta de partículas de cristal que titilaban luces de colores. Lento, avancé hacia él. Seguía sin moverse y yo, preocupado de que estuviera desorientado, a medida que me acercaba, intente tranquilizarlo con mis palabras.

Me detuve detrás de él, agitado como si hubiera corrido millas, y lo llamé una última vez, la última vez que lo haría, porque en cuanto lo cogí del hombro, sucedió. Cada color de su ropaje se iluminó incandescente, y detrás de un destello inconmensurable, se esfumó. De mi mano colgaba la cadena con su llave y posada sobre mi hombro apareció una mariposa, como las cientos que adornaban los muros de aquella habitación.

Dentro de mi incredulidad, mientras aún lo buscaba a mí alrededor, noté una hendidura en la base del reloj. Viré hacia la mariposa que movió sus antenas y, dentro de mi cabeza escuché su voz: «Te toca a ti».

Mis ojos se cristalizaron ante la intensa energía que recorrió mi cuerpo al comprenderlo. Era mi turno, su era había acabado y, con una mueca de despedida, la delicada mariposa vestida de gloria, frotó sus patas y voló hasta posarse en el muro. Allí quedó con sus magistrales alas de colores, rojos, negros y anaranjados, junto al resto.

A mí me bastó con una vuelta de llave para convertirme en eso que para lo que él me había entrenado. Desde el cristal del suelo, con un sutil crujido, y mientras el reloj de arena volteaba, un abrasador resplandor dorado iluminó por completo la habitación.